lunes, 6 de abril de 2015

Esófago arriba y relamiendo las paredes tubulares

Pasaste como un relámpago
esófago arriba,
relamiendo las paredes tubulares
que van de la boca del estómago
a las papilas residentes en los mares
de saliva.
Pasaste frenéticamente,
como una corriente
que como un alambre se prolongaba
dejando a la estacada
a cada
miembro entumecido
desde cada mota de mi piel
al rincón más inerte.
Dejaste,
pulmones malheridos
y anginas anguladas
perfiladas por el calambre,
haciendo que el estornudo
sacudiera desde mis tobillos.


domingo, 5 de abril de 2015

Abrirnos las carnes

Tenía las uñas rojas -brillantes- no sé si por la lujuria, o porque se desgarraba poco a poco y bien adentro cada rincón de sus entrañas. Dolidas y dolientes, sus heridas vertían corrientes y odiseas de sangre, de cúmulos, de no encontrar nunca su casa y de verter en los glóbulos las pocas esperanzas para defenderse en próximas fallidas. 
Una ciudad sumergida en arcadas, en canales rojos y sedientos de hierro, pero sedientos de ése modo tan punzante y pastoso en que bocas y lenguas se convierten en retales de corcho quedando a flote en medio de un mar en el que sólo sobresalen puntas de icebergs, icebergs de despojos y restos de todo lo que teníamos de más.
Entre orilla y horizonte, nada más que un sinfín de olas dilatadas, de ascensores horizontales en los que marea y corriente se disputaban el alcance de la línea de llegada. De llegada a tus pulmones, encharcados ya de tanto y tanto rascarse. 
No le quedaba más que remar. 
Hacia delante y hacia detrás. 
Sístole y diástole.
Sístoles que contraen arterias pendientes de un hilo, arraigadas a todo lo que pillan, que envían lo poco que les queda al sargento central. Mientras las otras, ilusas diástoles, perecen y rebotan, quedan y son, poco más que una expandida y elástica manera de volver a la vida.

Como si las uñas rojas no demostraran por si solas que por mucho que bombeemos los motores, nos abrimos las carnes cada vez que decidimos meter la mano dentro de nuestras y otras vísceras.

sábado, 4 de abril de 2015

Demasiado tarde para salvarles de su prolongada asfixia

De cuando las paredes se tiñeron de negro y ahogaban tanto que los mosquitos se quedaban atrapados entre los barrotes, con tanta mala suerte, que cuando las paredes se abrían y se convertían en párpados, era demasiado tarde para salvarles de su prolongada asfixia.
Los barrotes eran pestañas y los mosquitos parecían pupilas cambiando de tamaño por el incesante aleteo que pedía a gritos algo de sombra para tanta luz incandescente.