viernes, 25 de septiembre de 2015

La muerte en los tobillos

Siempre he sido de un querer muy repentino. De un querer más de noche, oscurecido; de los que la poca luz no deja ver con demasiada claridad aquello que tienes entre manos. El querer radiante y feliz siempre ha estado, para mí, fuera de la fecha que mi caducidad sentenciaba.
Y vivía de los trayectos.
De perseguir la noche y huyendo del día.
De clavar las doce en cualquier corazón que se dejara sobornar por cuatro tontas canciones.
Y de repente, como se dice siempre, apareciste tú.
Con tu querer tan repentino como de costumbre, pero dosificado y trasladado a unas cuantas horas más. Y de las horas que pasaban de las doce creció la tumba que me fui cavando desde un principio: un prometedor sosiego que no dejaba de arrastrarse cogido a mis tobillos.
Decían que era amor.
Que no es tan fácil hablar de ello, cuando está todo escrito y bien dicho sobre el amor.
Del mismo modo, que siempre se ha sabido que día y noche son antagonistas y platónicos, antónimos y suplentes; yo vivía de noche anclada en la voluntad de ser día. Tú eras el día con todo tu esplendor.
Un eclipse prolongado
hizo posible
que pudiéramos ser noche y día a la vez,
que dejara el cielo de teñirse de rojo por rabia cada vez que no me alcanzabas al caer la noche
y que acabara el suelo mojado al amanecer, síntomas de una noche de llorera.
Un eclipse prolongado
único y de los que no se repite
que abrasa o hiela
que ciega e ilumina.
¿No son entonces, todos los amores,
eclipses parciales de dos seres?
¿batalla y mezcla de poderes?
¿ser tú sin ser quien eres?

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