Sólo diferenciaba las lágrimas del resto porque estaban más saladas que el agua. La ducha repicaba en mi cabeza y aún así los pensamientos gritaban más fuerte. Suerte que tenía una cortina y todo lo que había se quedaba ahí dentro. Era nueva y tenía los pliegues aún de estar doblada. La pobre cortina no había podido elegir y le había tocado estar ahí, protegiéndome, acorralándome, y viendo cada delirio que ocurría en ese pequeño espacio. Yo me sentaba bien redonda y me dejaba llover, a ver si el agua se llevaba toda la suciedad interior.
Solo corría la cortina cuando el agua dejaba de ser salada.
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